Hace casi diez años que escribí este cuento para mis hijos. Quería construir una imagen sobre el reino de Dios que luego me permitiera presentarles el evangelio. Aquí lo tienen, dice así:
(A mis hijos con amor)
Había una vez en lejanas tierras, muy lejos de aquí, un rey viejo, tan viejo que nadie sabía cuantos años tenía ni cuando había nacido, nadie conocía el día de su cumpleaños. Ni él mismo.
Unos pensaban que había nacido al mismo tiempo que las montañas; otros, que era un ángel.
La realidad es que este rey era un hombre viejo y, cuando digo viejo, lo digo como sinónimo de la palabra bello.
Su vejez era igual a su honor y belleza. Su vigor era mayor que el más fuerte de los jóvenes de la ciudad. Sus arrugas adornaban la majestad de su rostro para permitir que sus ojos verdes como esmeraldas reflejaran la bondad de su interior.
Cuando caminaba, sus pies se mecían creando el compás de una canción, nunca lento, nunca rápido, siempre a tiempo; una canción que podía convertir en un instante la tristeza en alegría y el llorar en carcajadas.
Sus brazos eran poderosas lanzas de bronce, capaces de destruir un batallón con un solo puñetazo y al mismo tiempo envolver tiernamente a un desamparado; sus manos aún lucían las cicatrices de la gran batalla, aquella en la cual había luchado hasta la muerte por rescatar esta ciudad del reino de la culpa.
Su imperio estaba en su boca porque al hablar era capaz de crear cosas. Nada era imposible para él.
Siempre sentado en su gran trono, al centro del palacio, gozaba diariamente escuchar al pueblo que se acercaba a él para obtener ayuda o consejo. Todo el pueblo era beneficiado por el rey viejo. A pesar de ello, unos lo amaban y otros lo rechazaban. Al rey viejo no le importaba, con igual empeño trabaja para todos, buenos y malos, ricos y pobres, libres o esclavos. Hacía el bien para todos, aunque no todos entendieran cual era su bien. Así fue, poco a poco, día a día, año tras año, el rey viejo fue conquistando el corazón de cada habitante de su reino.
El rey viejo solía pasear por las calles de su reino. Gustaba ver a sus súbditos a quienes veía como a hijos. Disfrutaba verlos vivir, reír, jugar, soñar, trabajar, sufrir y llorar. El rey viejo decía que todos debemos aprender a vivir y a morir, a disfrutar los sabores y sin sabores de la vida. Los sabores, como cuando desenvolvemos un dulce para comer; los sinsabores, cuando una goma de mascar ha perdido su sabor y se vuelve dura, seca e insoportable en la boca.
Un día, aburrido en su palacio, el rey viejo decidió dar un paseo por la ciudad. Esta vez dejó sus ropas reales y vistió como toda la gente. No quería ser reconocido. Vestido, pues, con ropa común y corriente, por una pequeña puerta trasera, el rey viejo salió del palacio.
Caminó, caminó y caminó siguiendo una vieja calle que después se convirtió en un sendero terregoso. Nadie notó su presencia, nadie lo reconoció. Sin destino fijo y después de un largo tiempo se encontró frente a un gran campo verde, cuya extensión no podía delimitarse con la mirada. El cielo estaba azul, abierto, con pocas nubes colgando graciosamente y un sol resplandeciente que pintaba con sus rayos de naranja el atardecer.
Cansado de tanto caminar decidió buscar donde descansar. Así que siguió caminando por una vereda que lo condujo camino abajo a un pequeño y singular bosque de cedros. Más fresco el ambiente, con un viento agradable soplando, calmando, tranquilizando el bombeo del corazón del rey, que rugía cual tambor, sobresalía un cedro, enorme, grande y con gracioso follaje, indicando por la forma de sus ramas, ser refugio donde posar un momento y descansar.
Descansando su espalda contra el tronco del árbol, con su cabeza hacia atrás, traicionado por el cansancio cerró sus ojos. Pocos minutos después, fue sorprendido por un agudo parloteo que escuchaba cercanamente a él. Justo a sus espaldas, había un riachuelo, lugar perfecto para tomar agua y saciar la sed, donde dos niños discutían intensamente. Con mayor dificultad que al recostarse, el rey viejo trabajosamente pudo ponerse de pie y lentamente caminó para dirigirse a la orilla del riachuelo, donde los niños se encontraban.
“El pueblo considera una desgracia que el rey viejo, tan bueno y generoso, no tenga cumpleaños”, decía uno de los pequeños al otro. “Así, no hay posibilidad de festejarlo”.
El más pequeño contestó: “Sin cumpleaños, no hay regalos, fiesta, juegos y pastel.”
El rey viejo decidió interrumpir tan insigne discusión.
“¿Quieren saber cuándo es el cumpleaños del rey viejo?
Sorprendidos, asustados y atolondrados, este par de pequeños respondieron afirmativamente con su cabeza.
El menor rompió el silencio y con ojos preguntones dijo: “¿Tú lo sabes?”
“Yo se los puedo decir” asentó el rey viejo, quien todavía no lograba sacudir la hojarasca en su ropa de simple mortal; a quien no lograban reconocer.
“Se los diré, solo si responden a mi pregunta” insistió el viejo.
El mayor de los dos, confundido pero a la vez esperanzado en obtener información, respondió: “Esta bien, pero dinos ¡ya!, ¿qué sabes?”.
“Están muy impacientes muchachitos” manifestó el viejo, haciendo una pausa.
Así, tratando de poner serenidad a la plática, les pregunto: ¿Qué estarían dispuestos a regalar al rey viejo?”
A pesar de la pregunta, sin duda o titubeo, el chiquito inmediatamente tomó la palabra y naturalmente dijo: “Yo le regalaría mi caracol favorito que encontré en el bosque”
El mayor de los dos, se llevó las manos a la bolsa de su pantalón y sacó una arrugada y pequeña fotografía. Mostrándola al viejo, le dijo: “Yo le regalaría la foto de nuestra hermosa madre”
Con una sonrisa en el rostro, el rey viejo se sintió complacido por tan nobles presentes, donde cada uno de estos pequeños entregaba su tesoro más preciado.
Así, el viejo les dijo: “Seguramente el rey se sentiría complacido con sus obsequios”.
Esto dibujo una sonrisa en el rostro de este par, lo que también le permitió al viejo, respirar un poco, para continuar diciendo: “No importa de donde vino ni cuando llegó, vale que esta aquí. Si no tiene principio y no tiene fin, significa que cada día debemos celebrar que el rey esta entre nosotros y que ha venido a nuestra ciudad, siendo igual a nosotros, para darnos una vida feliz.”
Los pequeños se miraron entre sí. No era la respuesta esperada pero al fin alguien les había dado un pista. Pero unos segundos bastaron para que todo cuajara en su mente.
“Es tan especial que todos los días deberían ser su cumpleaños” dijo el pequeño cachetón a su hermano.
“Sí, vayamos con nuestros amigos para platicarles que todos los días podemos celebrar a nuestro rey”, respondió ansiosamente el hermano mayor.
De esta manera este par, sin decir adiós, pero con esperanza en su corazón, se fue corriendo sin despedirse de aquél hombre a quién no reconocieron como el rey viejo.
Comments